Por Florencia Lampreabe *
Los últimos días de mayo, la revista británica The Economist publicó una portada que generó gran repercusión, incluso en nuestro país. En la tapa se puede ver lo que a simple vista parecen ser espigas de trigo, pero afinando un poco la mirada se descubre que en realidad se trata de un conjunto de calaveras agrupadas que hacen las veces de granos de trigo. A esta imagen la acompaña el título, no menos alarmante, “The coming food catastrophe”, algo así como “La catástrofe alimentaria que se viene”. El ejemplar fue muy comentado en las redes y también en medios audiovisuales, funcionando además como disparador del picante y siempre vigente debate de las retenciones como herramienta clave para desacoplar los precios internos de los externos, al punto tal de convertirse en una opción posible aún para quienes están lejos de autopercibirse kirchneristas o compañeros.
Los juegos del hambre
No es la primera vez que se advierte sobre la crisis alimentaria que se cierne sobre el mundo. La pandemia –y la recuperación desigual cuando esta empezó a aflojar–, la crisis climática y, posteriormente, la guerra entre Rusia y Ucrania vienen constituyendo un panorama de mínima complicado.
El Informe Global sobre Crisis Alimentarias 2022, publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), arrojó que la inseguridad alimentaria aguda –es decir, cuando la incapacidad de una persona de consumir alimentos suficientes pone su vida o sus medios de subsistencia en peligro inmediato– afectó a 40 millones de personas más en el mundo entre 2020 y 2021, esto es sin considerar los conflictos bélicos actuales. Se trata de un indicador de hambre extrema, que por supuesto no incluye a millones de personas que igualmente tienen problemas a la hora de llevar un plato de comida a la mesa.
El alza en el precio de los alimentos también llamó la atención de los organismos internacionales. La misma FAO alertó en marzo de este año que el índice de precios de los alimentos a nivel mundial se situó en el nivel más alto desde que el organismo publica esta serie, en 1990. Es decir, el más alto en más de 30 años.
Es importante mencionar que este contexto se monta sobre un sistema alimentario mundial que ya crujía, y lo presiona aún más. Que la tapa no nos tape los debates más profundos. Desde hace varias décadas se impone a escala mundial un sistema de producción de alimentos fuertemente desigual, basado en el modelo agrario estadounidense –en donde se originó la agricultura industrial–, con clara hegemonía de las grandes empresas transnacionales agroalimentarias. Este proceso se ha caracterizado por un aumento de la mecanización, la utilización de maquinaria cada vez más potente, el empleo creciente de agroquímicos, la concentración de la tierra y el acaparamiento de los bienes comunes naturales; la desaparición o marginalización de gran parte de la agricultura familiar, campesina e indígena; el uso intensivo de la ingeniería genética, la degradación del ambiente y el reemplazo de la producción de alimentos por commodities, entre otros factores. En la otra punta de la cadena, también se trata de la industria que nos da de comer –porque no nos alimenta– con productos saturados de azúcar, sodio y grasas, que terminan por enfermarnos.
Son estas mismas grandes empresas las que sacan provecho de la situación que estamos atravesando. La organización Oxfam recientemente publicó un informe titulado “Beneficiarse del sufrimiento”, en el que relata el incremento desorbitado de la concentración de la riqueza en plena crisis, mientras millones de personas alrededor del mundo perdían sus trabajos, veían deteriorado su poder adquisitivo o se despedían de familiares y amigos afectados por el COVID-19, junto a otras graves consecuencias de la pandemia. De acuerdo con Oxfam, solo en los últimos dos años han surgido nada más y nada menos que 62 nuevos multimillonarios del sector agroalimentario. A su vez, la riqueza conjunta de todos los grandes jugadores del sector se ha incrementado en un 45 % para el mismo período. Como ejemplo, el informe menciona a Cargill –transnacional con presencia en Argentina–, que en el año 2021 obtuvo casi 5.000 millones de dólares como ingresos netos, el número más alto en toda su historia. En este sentido, la riqueza de los dueños de Cargill se incrementó un 65 % desde 2020, lo que –en cálculos de la organización– supone casi 20 millones de dólares diarios durante el período más duro de la pandemia.
¿Cultivar el suelo es servir a la Patria?
La pregunta es cómo nos afecta este panorama en un país al que sus élites tradicionales dieron en llamar “al granero del mundo”, y sus élites devaluadas, “el supermercado del mundo”. Que consumimos de lo mismo que exportamos, que el alza de los precios internacionales de los alimentos arrastra en velocidad récord al alza los valores de los alimentos en nuestro país y que la escalada de los precios tiene por detrás una puja distributiva en la que la mayoría de las veces los que más pierden son los que menos tienen, son todas cuestiones que no hace falta ser economista para entender. Con precios máximos históricos en aceites, vegetales, cereales y carne, con fuertes alzas en el azúcar y productos lácteos a nivel internacional –productos de la canasta básica, puntualmente presentes en las mediciones que realiza INDEC sobre línea de indigencia y línea de pobreza–, hay quienes no quieren perder ni a las bolitas. Este año vimos pasar cotizaciones récord de trigo y maíz –los cultivos de cereales con mayor superficie implantada en la Argentina– y de soja –la oleaginosa que de igual modo mayor superficie abarca–. Ganancias excepcionales, en tiempos excepcionales.
Paralelamente, se aprobó en nuestro país la comercialización de la semilla de trigo HB4, un cultivo genéticamente modificado, desarrollado por la empresa Bioceres en articulación con la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y el CONICET, y descrito como tolerante a la sequía. Rechazado por organizaciones ambientales, de la agricultura familiar y campesina, científicos y científicas, e incluso por productores que temen que provoque un riesgo comercial, muchos advierten su resistencia al glufosinato de amonio, un químico caracterizado como aún más peligroso que el glifosato para el ambiente y la salud humana. Asimismo, y de acuerdo con medios especializados, los resultados provisorios de la cosecha del trigo de esta variedad se ha ubicado en una productividad promedio inferior a las variedades convencionales. Más allá del escenario claramente controversial en el que emerge el trigo HB4 –pero, por supuesto, sin soslayarlo–, es importante plantearnos si ante la “catástrofe alimentaria que se viene” el único camino posible es reforzar las características del sistema agroalimentario que nos trajo hasta acá, con todo lo que implica. ¿Quién se beneficiará del ingreso del HB4 a nuestra producción agrícola? El desarrollo de este transgénico no se da en el vacío, la Argentina ya tiene una historia con este tipo de cultivos.
A nuestra región y a nuestro país en particular se les suma el feroz endeudamiento que nos dejó como legado el macrismo. La deuda no solo implica que retrocedamos varios casilleros en términos de soberanía, sino que aparentemente también nos vuelve a empujar a debates sobre crecimiento versus distribución que ya creíamos saldados hace varios años. Fetichización del crecimiento en forma de “abro hilo”. En este sentido, no hay que poner el carro delante del caballo: lo que primero queremos es mejorarle la vida a nuestro pueblo. ¿Esto se logra simplemente creciendo? Es algo que al menos ponemos en duda quienes pensamos que el “efecto derrame” es un mantra de quienes se encuentran en la vereda de enfrente. No todos los que hablamos de “desarrollo con inclusión social” lo hacemos de la misma manera. En algunos casos, pareciera que hay una asimilación entre desarrollo y crecimiento económico y que la inclusión social fuera algo que viene después como un bálsamo en forma de políticas sociales.
Entre risas y con sus colegas de AEA, Braun contó que La Anónima, su cadena de supermercados, “remarca precios todos los días”.
Asimismo, en el supermercado –no del mundo, sino de las argentinas y argentinos– las cosas también se complican. Hay un mercado cada vez más concentrado con alta capacidad de fijar precios y poner en cuestión nuestra soberanía alimentaria. Según un informe del año pasado del Centro de Economía Política (CEPA), el 74 % de la facturación de los productos de la góndola corresponde solamente a veinte grandes empresas, entre las que se cuentan Unilever, Mastellone, Coca Cola Company, Sancor, Danone, Molinos Río de la Plata, Papelera del Plata, Cervecería Quilmes, Procter & Gamble, Mondelez, Nestlé, Arcor y Pepsico. Hay que tener en cuenta que el análisis solo considera hasta el año 2019 y que la pandemia y las recientes tendencias a nivel mundial pueden haber empeorado el panorama. A su vez, lo mismo ocurre dentro de cada rubro. Por tomar solo dos ejemplos, en los lácteos tres compañías explican casi el 75 % de lo facturado –Mastellone, Sancor y Danone– y en aceites, otras tres –Molinos Ríos de la Plata, Molinos Cañuelas y Aceitera General Deheza (AGD)– significan el 90 %. Además, hay concentración en la comercialización, con los hipermercados, supermercados y tiendas de cercanía de las mismas cadenas representando el 42 % de las ventas de productos de consumo masivo.
Más allá de cualquier estadística, también escuchamos hace unos días a Federico Braun, de La Anónima –una cadena de supermercados con más de 160 sucursales en el país–, sincerarse ante el animado auditorio de la Asociación Empresaria Argentina (AEA). “¿Qué hace La Anónima con la inflación?”, le preguntaron. “Remarca precios todos los días, para ser sincero”, respondió Braun, entre risas.
Que la tortilla se vuelva…
Dejar librada a “la mano invisible del mercado” o a la buena voluntad de estos actores la alimentación del pueblo argentino es –de mínima– una ingenuidad. Sobre todo, para quienes representamos a esas argentinas y argentinos, es decir, que tenemos esa responsabilidad. El informe ya citado de Oxfam invita a los gobiernos a actuar con urgencia y recomienda la aplicación de impuestos sobre los beneficios extraordinarios de grandes empresas en tiempos de crisis, de impuestos excepcionales y de solidaridad sobre las grandes fortunas, y por último, de impuestos recurrentes sobre la riqueza y las ganancias de capital. Impuestos que se vienen aplicando en diversas partes del mundo. En ese sentido, la organización recupera la experiencia de la Argentina en lo que respecta la Ley de Aporte Solidario y Extraordinario de las grandes fortunas –sancionada en 2020– y el proyecto de ley de creación del Fondo Nacional para la Cancelación de la Deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que busca la cancelación total de la deuda actual o futura con este organismo a través de un fondo constituido sobre los bienes situados y/o radicados en el exterior y no declarados a la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Este último proyecto obtuvo media sanción en el Senado recientemente.
Es un momento clave para tomar decisiones en favor de un modelo alternativo que priorice la alimentación de nuestra población. Y reinstalar la discusión de la soberanía alimentaria, entendida como el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y también productivo. En esta dirección, nuestro país también tiene un camino recorrido, lo que precisa es de políticas que lo allanen y lo tomen en cuenta como un horizonte posible. Ante las grandes adversidades, grandes acciones.
* Diputada nacional por la provincia de Buenos Aires
** Nota publicada en Contraeditorial