Con el primer rayo del sol, a la Plaza de Mayo la partieron en dos con un vallado a la altura de la calle Reconquista. El gobierno no quería una multitud frente a la Rosada, como la noche anterior, cuando miles de personas ingresaron por Avenida de Mayo con los torsos desnudos y cacerolas en las manos, luego de que el presidente Fernando De La Rúa decretara el Estado de Sitio. La Federal despejó la zona con gases y balazos de goma y, en la retirada, alguien se desprendió de la multitud e hizo arder un par de palmeras.
Aquella noche nos fuimos a dormir con bronca e impotencia, pero también con una sensación de fortaleza colectiva, similar a la que se había forjado en las pascuas de 1987, cuando se sofocó, a través de una enorme movilización popular, el alzamiento carapintada de Aldo Rico y compañía.
Al otro día, jueves 20 de diciembre, a primera hora de la mañana, ya éramos un par de miles en la plaza. Muchos oficinistas, empleados de maestranza y otros servicios, comerciantes, estatales y vecinos de la zona, enfurecidos por el corralito que los había despojado de sus ahorros, desesperados por la realidad económica, indignados por el intento de disciplinar al pueblo con un Estado de Sitio o la brutal imagen del manifestante desparramado en las escalinatas del Congreso, la noche anterior, alrededor de un baño de sangre. La realidad efectiva era insoportable. No había más margen. Ni siquiera la renuncia del súper ministro de Economía, Felipe Cavallo, en horas de la madrugada, sirvió para morigerar el descontento.
Era un día laboral, el cielo estaba despejado y el sol picaba sobre la piel. La consigna nacía en la boca del estómago: que se vayan todos, que no quede ni uno solo. Las recetas económicas del neoliberalismo de Menem primero, y La Alianza después, habían convertido a la Argentina en un país arrasado y malherido, con altísimos niveles de indigencia, pobreza, desempleo y endeudamiento.
A media mañana, otra vez: la Federal irrumpió en la plaza con la orden de despejar la zona: hubo palos, gases, balas de goma y detenciones. Cómo olvidar la imagen del muchacho que soportó con su cuerpo el chorro de agua de un camión hidrante, arrodillado sobre el pavimento, mientras sostenía con sus brazos en alto dos fierros con forma de cruz. Muchos corrimos hacia Diagonal Sur. Había gente agrupada en la esquina, dispuesta a resistir, a pesar de que la cacería policial tenía el claro objetivo de intimidar, meter miedo, hacernos volver a los lugares de trabajo o nuestras casas. Al lado nuestro se llevaron a dos pibes a pesar del intento que unos cuantos hicimos de recuperarlos con algunos golpes y tironeos. Esto también se vio por tele: se los llevaban de los pelos, agarrados de las patas, como si fuesen animales. Los gases lacrimógenos nos fueron alejando hacia la avenida Belgrano, que no solo te hacían llorar, sino que te impedía respirar. De nada valían los pañuelos, el agua o los limones. La montaba completaba la tarea, a pesar de los piedrazos que les llovían desde las veredas.
Con algunos compañeros y compañeras de la agrupación H.I.J.O.S. nos habíamos sumado la noche anterior a la movilización espontánea que había copado la plaza y también habíamos ido al Congreso, pero ahora estábamos dispersos e incomunicados.
Las imágenes de la represión se multiplicaban por la televisión y las radios también transmitían en directo. Entonces las Madres, en aquel momento un bastión de lucha contra la impunidad de los genocidas y el plan de hambre y saqueo del patrimonio nacional, decidieron adelantar su ronda de los jueves para el mediodía. En pocos minutos dijeron presente en la plaza, y cuando ganaron la Pirámide de Mayo, fueron pasadas por encima con los caballos de la policía montada.
Ese fue el momento en el que miles de compatriotas decidieron salir de sus casas, subirse a un tren o a un colectivo, y ponerle el cuerpo a una protesta que en menos de una hora se convertiría en una rebelión popular y en el ocaso del gobierno de De la Rúa.
A partir de allí, el jueves ya no sería hábil ni laboral, sino la fecha en la que el gobierno de La Alianza desplegaría una despiadada represión policial que dejaría muertos en la calles del centro de la ciudad, y otras provincias, centenares de heridos y detenidos. Una jornada marcada por un estallido social y el final de un gobierno que se había arrodillado ante las demandas del poder económico y se había olvidado del pueblo.
La montada, la infantería, la motorizada, la policía de calle y muchos infiltrados de civil, montaron su centro de operaciones en la Plaza de Mayo, pero también avanzaron por las diagonales norte y sur, y también Avenida de Mayo, hasta la 9 de Julio, en la que miles de jóvenes les hacían frente en un cuerpo a cuerpo, e incluso los hicieron retroceder, con piedras, palos, gomeras, fierros, contenedores de basura; cómo olvidar a los motoqueros nucleados en SIMECA (Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes), el rugido de sus motos de trabajo, el ida y vuelta por las calles y avenidas, el rescate de compañeros heridos, e incluso el retroceso de la infantería y el festejo enardecido de la multitud.
Las empresas, comercios y los organismos públicos que funcionaban en el centro porteño, liberaron a los empleados para que puedan volver a casa.
¿Cuántos pibes y pibas que en aquel entonces tenían entre 18 y 30 y estaban en los alrededores de la plaza se sumarían unos años después a militar en La Cámpora y otras organizaciones populares? Muchísimos. ¿En qué momento? ¿Al escuchar el discurso de Néstor en el Congreso, en su asunción, el 25 de mayo de 2003? ¿Al sanear la Corte Suprema de Justicia? ¿Cuando bajó los cuadros de los genocidas, recuperó la ex ESMA y pidió perdón en nombre del Estado? ¿Durante el conflicto con las patronales del agro? ¿O a partir del 27 de octubre de 2010?
En nuestro caso, junto a otros militantes de H.I.J.O.S., esa tarde nos recluimos en el local que la agrupación tenía sobre Venezuela, casi esquina Piedras (a 100 metros de una sede que inauguraría La Cámpora en 2010). Allí nos enteramos que algunos compañeros habían logrado ingresar a la plaza y sumarse al grupo de allegados que protegieron a las Madres. En ese mismo local en el que se organizaban los escraches contra los genocidas -porque recordemos no había justicia pero sí se podía construir y organizar una condena social en los barrios-, nos refugiamos de la barbarie policial, y también le dimos cobijo a la gente que corría por la zona en estado de pánico.
Un rato antes, al compañero Wado de Pedro -en ese entonces también integrante de H.I.J.O.S.-, un grupo de motoqueros de la Federal lo arrinconó frente a la Catedral, y luego de pegarle con sus bastones y arrojarlo dentro de un patrullero, le aplicaron electricidad. El hecho es conocido, y revela la irracionalidad e ilegalidad con la que operaron las fuerzas de seguridad para reprimir el avance del pueblo en dirección a la Rosada.
Esa tarde, en los alrededores de la plaza, fueron asesinados Gastón Riva (31), Carlos Almirón (24), Diego Lamagna (27), Gustavo Benedetto (30), Jorge Cárdenas (52) y Alberto Márquez (57). En todo el país, la cifra de asesinados por la represión llegó a los 39.
A eso de las siete de la tarde, mientras un par de brigadas de la Federal ponían rodilla en tierra al costado de sus coches sin patente y disparaban contra la multitud con balas de plomo, De La Rúa firmó su renuncia y se escapó de casa de gobierno arriba de un helicóptero, inmortalizando así una de las imágenes más elocuentes del fracaso del proyecto de país neoliberal, en el que los megacanjes, ajustes y convertibilidades no hacen más que hundir al país y al pueblo en la pobreza, y favorecer a una minoría extranjera y local.
Luego, la institucionalidad democrática garantizaría el brevísimo mandato de cinco presidentes, y que Eduardo Duhalde encabece un gobierno de transición que, finalmente, se desmoronaría luego de otra represión salvaje -una vez más, la falta de respuestas de parte del Estado-, esta vez contra los movimientos de trabajadores desocupados, en el puente Pueyrredón, en el que serían asesinados dos militantes populares que son ejemplo y legado de lucha: Kosteki y Santillán.
Un año después, se sabe: Néstor ganó con más desocupados que votos -traía una larga experiencia en gestión de gobierno-, pero en especial, con una doble virtud indispensable para hacer historia: coraje y convicciones políticas.
En algún momento de la tarde del 20 de diciembre logré abandonar el centro de la ciudad, y volví a casa. Tenía treinta años, trabajaba en el sector privado, tocaba el bajo en una banda de rock, y cerraba dos años de participación en H.I.J.O.S., un espacio de pertenencia y formación política que me enriqueció la vida. Un año y monedas después sería padre por primera vez y, si bien me acerqué a una asamblea popular para tratar de aportar a la construcción y organización de la comunidad, la Argentina, para mí y otros tantos millones de jóvenes, era un país en el que los genocidas andaban sueltos, la única cara del Estado era la policía y la toga de los jueces, y pueblo andaba con hambre, sin trabajo y sin esperanza.
Fue en 2007 que, junto a otros compañeros y compañeras de H.I.J.O.S., nos sumamos al llamado que hizo Néstor para crear un espacio de juventud, que acompañase las políticas y conquistas del primer gobierno de Cristina. La cuenta fue muy fácil: el proyecto de país que estaba materializando el kirchnerismo era el mismo, o muy parecido, al que soñaba la generación diezmada de nuestros padres. Por eso, junto otros cientos de compañeros y compañeras, que venían de otras experiencias militantes, formamos parte de La Cámpora desde su fundación. Y el 2001, como se suele sintetizar ese período histórico, en especial a través de las jornadas del 19 y 20 de diciembre, formaban un capítulo clave para explicar el nuevo tiempo.
El poder judicial, se sabe, tiene una larga historia de convivencia y complicidad con los dueños de la Argentina, los sectores que no están dispuestos a perder sus privilegios, y por eso, pasaron 23 años hasta que en septiembre pasado, la Corte Suprema de Justicia dejó firmes las condenas al entonces secretario de Seguridad Enrique Mathov -conducción política de la fuerza- y al ex jefe de la Policía Federal Rubén Santos por las muertes que produjo la represión en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires.
* Militante de La Cámpora.