Esto sucede en el contexto de una sociedad que, según los últimos datos publicados por el Observatorio de Deuda Social de la UCA, un 55% de población está en situación de pobreza y casi el 20% en la indigencia. Lo que significa que un quinto de la población total del país no logra tener ingresos que cubran las necesidades más elementales de la canasta básica alimentaria y 4.5 millones de adultos se saltean al menos una comida diaria. La situación es crítica, sabemos que cuándo está vulnerado el derecho a la alimentación, muchos otros lo fueron antes.
El ajuste y la deliberada agresividad contra los ingresos de las mayorías, especialmente de los sectores más vulnerables, lo único que hace es concentrar la riqueza en cada vez menos manos. Mientras, caen en la pobreza y la exclusión cada vez más argentinos y argentinas, generando un sacrificio inútil e inconducente que lo único que genera es lastimar al pueblo hoy, aquí y ahora sin chance de promover bienestar futuro alguno, menos aún si las infancias son las más afectadas.
En Argentina el derecho a la alimentación es un derecho humano fundamental reconocido con rango constitucional a partir de su adhesión a pactos internacionales que así lo establecen. En nuestro país padecer hambre no es a causa ni de la guerra ni de catástrofes naturales, es un efecto claro del proceso de pauperización creciente que sufrimos de forma sostenida hace más de ocho años producto de políticas económicas originadas por malos gobiernos, avaladas y promovidas por la injerencia y el condicionamiento del Fondo Monetario Internacional a instancias de una descomunal deuda tomada en el año 2018 por el ex presidente Macri.
El avance desmedido de la lógica mercantil en todos los ámbitos de la vida que promueve el gobierno actual no hace más que ampliar la brecha entre los más ricos y los sectores populares y en consecuencia incrementar todos los padecimientos sociales que preexistían en nuestra sociedad. En este marco hay que señalar que en nuestro país no faltan alimentos, lo que sobra es la especulación, la concentración y la mercantilización sobre bienes esenciales para el sostenimiento de la vida. También es preciso decir que la situación de pobreza en la niñez y la adolescencia en nuestro país es de larga data y constituye un problema de orden estructural que lejos de ser atenuado o atendido con el fortalecimiento de políticas públicas específicas por parte de este gobierno, fue incrementado aceleradamente.
No obstante, la subsistencia, a la despiadada motosierra y la destrucción de las políticas de cuidado, de las políticas de transferencia de ingresos como la Asignación Universal por Hijo y la Prestación Alimentar, aun cumplen un rol trascendental de contención en un contexto devastador de ajuste, crecimiento del desempleo y destrucción del Estado.
La presentación de cara a la sociedad de los “logros” circunstanciales del déficit cero y la baja de la inflación sin un plan sostenible en el tiempo, ni un programa de desarrollo, más allá de la expoliación y el saqueo de los recursos naturales a través del R.I.G.I consagrado en la sanción de la ley Bases, tiene un precio demasiado alto en el presente y una hipoteca de indignidad para el futuro de las próximas generaciones.
Transitar una senda que reponga niveles aceptables de bienestar para vastos sectores de la población que ven empeorar día a día sus condiciones de vida va a requerir transitar el camino justamente a contramano del que propone este gobierno: no se construye inclusión social destruyendo y deprimiendo el mercado interno, sino expandiéndolo, fortaleciendo la industrialización y generando empleo. Tampoco se mejora la situación de los más vulnerables demoliendo al Estado, sino volviendo más inteligente su política fiscal e impositiva para generar prestaciones eficientes y de mayor calidad. Además, construir una nueva y renovada agenda de políticas públicas -a la vez que imaginar nuevos arreglos institucionales que den cuenta de las transformaciones y los nuevos problemas sociales-, también es un desafío a enfrentar.
Nadie en nuestro campo abona, por falsa y antigua, la dicotomía Estado-mercado, tenemos muy claro que el “híper estatismo” no funciona y que el mercado por sí solo no se regula. Construir un proyecto de desarrollo que incluya las posibilidades de brindar una mejor calidad de vida a los 47 millones de argentinos y argentinas, requiere de un plan que impulse la reactivación económica del sector privado acompañado de la intervención de un Estado que no deserte de sus funciones vinculadas a la redistribución de la riqueza y a construir umbrales mínimos de igualdad de oportunidades. Estamos convencidos de que, incluso en una era de supra-transnacionalización del capital, es posible construir un Estado que promueva regulaciones que favorezcan el desarrollo soberano tanto a nivel individual como colectivo en nuestra sociedad.
El freno y el fin de la miseria planificada a la que está siendo sometido nuestro pueblo se vuelve cada vez más urgente. Cuidar, proteger y acompañar a la niñez, adolescentes y jóvenes es un imperativo estructural que no se puede postergar más. Necesitamos que el campo popular vuelva a discutir y construir propuestas que saquen a la justicia social del plano del mero enunciado declamativo para ponerla en el lugar de la realidad efectiva. No rendirnos ante la batalla cultural, construir nuevos consensos, perseverar en el testimonio de los valores y la ideas en las que creemos, parecen ser algunas de las cuestiones que requiere transitar el camino que nos conduzca a reconstruir una nueva mayoría con un programa de desarrollo que vuelva a combinar el crecimiento económico con la inclusión social.
*Militante de La Cámpora y ex Secretaria de Inclusión Social del Ministerio de Desarrollo.