Opinión

La violencia de la bonaerense

por La Cámpora
13 dic 2013
Policia_Bonaerense* Por Cristian Alarcón, autor del libro "Cuando me muera quiero que me toquen Cumbia". Javier Villagra, el Tuerto, era un pibe con prontuario, con calle, con institutos y cárcel encima, y se habí­a puesto medio abusador: le choreaba a sus propios vecinos.   El 17 de marzo pasado tení­a 25 años. A esa edad, en la villa San Petesburgo, en La Matanza, se ha vivido largo e intenso. A esa edad le llegó la hora: una banda enemiga lo tení­a amenazado y cumplió. Lo dejaron como un colador, repiten todos en ese triángulo en el que la Bonaerense entra solo para un allanamiento o a cobrar las zonas liberadas. No le entraron más tiros, dicen, para abundar en el lugar común la muerte. Sin pruebas su familia dice que le dispararon 108 veces. De todos esos cargadores, en el cuerpo le entraron 27. Fue un récord que sorprendió al barrio ˮ“al que pocas cosas de la violencia le llama la atención a esta altura--.   Y a los forenses que le hicieron la autopsia y dieron cuenta en un informe para el juez de la atrocidad. El tamaño de la violencia, dice la madre de Javier, está directamente relacionado con el tamaño de la impunidad: en este caso los diez mil pesos que le cobraron los bonaerenses para dejarlos bardear a ese nivel, descomunal, según todos le fueron a contar al dí­a siguiente. La historia muestra cómo trabaja la Bonaerense, la misma policí­a que se amotinó hasta ayer para pedir aumentos de sueldos y mejora en las condiciones de trabajo. La historia de Javier, el chorrito que dio el peor paso al robarle a uno con poder, muestra que la regulación de la violencia le sigue perteneciendo a los policí­as, por más mal pagos, por más adornados, por más sospechados, por más desprestigio que sobre ellos caiga. En los territorios como “La Sanpeteˮ, o como la villa de al lado, “Puerta de Hierroˮ, la policí­a actúa entre la desidia organizada, la polí­tica de la dejadez, y la represión cotidiana de jóvenes “con pinta deˮ.   El estigma es bandera para los pibes, que odian a la cana. Pero después de 30 años de democracia, luego de que el gatillo fácil se ha transformado en una bandera de enormes sectores democráticos, en una lucha colectiva, el gatillo fácil sigue existiendo y la calle sigue siendo de la policí­a, cuando la policí­a quiere. Un cambio: las formas de esa manera de eliminar se complejizan a medida que las armas se vuelven más accesibles, cada vez que un barrio o villa del Gran Buenos Aires es declarado por la propia fuerza como un lugar al que sólo pueden entrar con “superioridad numérica y a la luz del dí­aˮ. En “La Sanpeteˮ no es necesario que la policí­a mate un pibe; con dejar hacer, es suficiente. Los detalles de este tipo de muertes   son aterradores: para escapar de los que lo buscaban casa por casa, como un grupo paramilitar, Javier se vistió de mujer. Fue inútil. Temí­a, dicen, que le pasara lo que le habí­a ocurrido a Rodrigo Susano, de 18, unos dí­as antes, el 13. Los pibes lo secuestraron, lo torturaron, le cortaron partes, y al final le volaron la cabeza de un escopetazo. El motivo también habí­a sido la venganza. El escarmiento. La retaliación. Hace unas semanas la Corte divulgó su informe anual de homicidios: una de las más inquietantes conclusiones es que el 48 por ciento de los asesinatos en el Gran Buenos Aires son por discusión, riña o venganza. Cuando son menores de edad, la cifra sube al 56%. “Los pobres se matan entre pobresˮ, resumió Raúl Zaffaroni. En “La Sanpeteˮ al ataque organizado para ultimar al ladrón le siguieron dí­as de fuego: al menos 50 personas tuvieron que dejar el barrio, escapar, deambular para salvarse. Los asesinos juraron que la venganza no terminaba en Javier. Cualquier conocido o amigo pagarí­a lo mismo. El grupo quiso dar ejemplo arrastrando el cuerpo aún vivo de la ví­ctima envuelto en mantas tirado por una moto. Un vecino llevó al herido al hospital, aunque fue inútil. Ese vecino también tuvo que huir. Toda esta cadena de violencias ˮ“aunque es necesario discrepar con el sociólogo Javier Auyero por su mirada horrorizada de las violencias suburbanas hay que tomar su concepto de “encadenamientosˮ para cualquier análisis serioˮ”tiene el sello de una policí­a que construye su fuerza con la pobreza y la falta de estado. Esa misma policí­a ˮ“las dos comisarí­as que tienen jurisdicción sobre San Petesburgo y Puerta de Hierroˮ”es la que cuida a los vecinos de Ciudad Evita, al otro lado de la avenida. Este año esos vecinos fueron noticia porque dispusieron un sistema de tambores llenos de arena puestos como obstáculos en los accesos a sus calles: la idea era que los chicos de las villas cercanas tuvieran que rodear el barrio de clase media con casas de dos pisos, rejas y mascotas bien nutridas. Es llamativo, en esta segregación espacial oficializada por la Bonaerense, que los fondos extraordinarios de los corruptos no llega ˮ“en principioˮ”de los “buenosˮ a los que defienden, sino de los otros, los “malosˮ a los que dejan matarse entre sí­ o persiguen por la pinta. En las villas de La Matanza todo tiene un precio para el que se mueve en la zona gris de ilegalidades: los propios pibes cuentan que si, siendo parte de una banda, caen presos pueden salir si ponen entre 30 mil y 50 mil pesos. Están acostumbrados a hacer vacas para pagar la libertad antes de que los judicialicen.   Si son free lancers, apenas dos otres amigos que quieren hacer un robo, pueden conseguir que el patrullero no pase si ponen tres mil pesos. Los transas de la villa Puerta de Hierro pagan por pisar sin problemas las esquinas: en general no viven en el barrio, son mujeres y van a la zona para abastecer a los chicos que fuman paco y pueblan los pasillos como zombis. Son el lí­mite simbólico con el que el vecino se siente a salvo del horror: ellos son los fisuras, ellos son el abismo al que no llegarán. La segregación espacial en el triángulo implica la división del trabajo ilegal: la Sanpete es una villa de ladrones, y las disputan suelen ser entre los de adelante y los del fondo. Puerta es una villa de transas, con una pequeña zona de viejos vecinos con trabajo y no “contaminadosˮ por los flujos ilegales. La secuencia de acción e inacción policial está llena de relatos en los que la fuerza ˮ“como lo han querido demostrar en sus huelgas a lo largo de todo el paí­s otras policí­as no menos corruptas que la Bonaerenseˮ”es “débilˮ: los de La Matanza juran que no entran a las villas porque tienen miedo. “Nosotros vamos con 9 milí­metros y ellos nos corren con un FAL o con granadasˮ, dice un comisario.   Se quejan de que los patrulleros solo tienen blindada la carrocerí­a adelante o atrás, y que los pibes lo saben: les tiran a los costados. Como hubo quejas de organismos de derechos humanos por la actuación de las taquerí­as de la zona, pusieron dos efectivos de otra jurisdicción en un club. Se la pasan acovachados en una salita por temor a que un pibe zarpado de drogas llegue a tirotearlos. Y cuando el comedor del lugar se llena, no salen. Los pone nervioso el gentí­o. Como contracara, lo cierto es que por más odio que las familias del lugar le tengan a la Bonaerense, en una situación como la de los desplazamientos por la violencia tras la muerte de Javier Villagra, preferirí­an que intervinieran. Y por eso abunda el pedido de gendarmes. El mito crece: suponen que la Gendarmerí­a no tiene negocios para dejar que sus vidas valgan menos, para permitir que los roben, los secuestren, los extorsionen. Y la Bonaerense también la calcula: si permitieran un caos como el que se ve en algunas provincias, las fuerzas federales llegarí­an a reemplazarlos, y entonces la economí­a ilegal en la que basan su existencia se derrumbarí­a. Por eso, decí­an ayer, que en La Matanza no hubo lí­o: “No hubo saqueos, sólo delitos comunes: tres menores robaron un auto en Rucci y Crovara y hubo persecución policial; hubo otro que quiso robar un chino.   Hasta ahora no se ve que se hayan aglomerando personas, ni que vengan varias motos. Tenemos a los móviles recorriendo Crovara. Se ven los robos cotidianosˮ, contó un cana. “Ciudad Evita la miramos con cuidado ˮ“diceˮ“. Tiene a Wall mart enfrenteˮ.
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