Política

Los que lloran, los que luchan, los que festejan, los que odian.

por La Cámpora
4 nov 2010

Por Mario Cabrera

Llegó con su carpetita con los formularios del censo al edificio de Recoleta sabiendo ya la noticia.

En medio del dolor que le provocaba la muerte de ese hombre que le habí­a hecho nacer su fe en la polí­tica a sus jovencitos 24 años, habí­a decidido cumplir lo mejor posible con la tarea encomendada.

Pensó que era el mejor homenaje para el que habí­a dado hasta el último suspiro en defensa de un proyecto que sueña con una Patria mas Justa, más Libre y mas Soberana, “para que reine en el Pueblo el amor y la igualdadˮ.

Cuando le abrieron la puerta de ese departamento no podí­a creer lo que veí­a, una pareja sesentona la recibí­a con sonrisas exultantes, el que parecí­a el jefe de esa familia le dice: “Pase señorita pase, estamos festejando, se acaba de morir Néstor Kirchner! Es un dí­a de felicidad para nosotros!ˮ.

No pudo ni balbucear el insulto que le nací­a del alma, se dio media vuelta y salió hasta la calle buscando aire para evitar el llanto que estalló incontenible a los pocos metros.

Llegó hasta el centro de coordinación del censo, pidió el remplazo y se fue a su casa, llorando como llegó, sin comprender, sin asimilar, sin soportar, el odio.

Su juventud no le habí­a permitido palpitar ese odio en otras épocas, un odio atroz, un odio bajo, de cloaca, de averno, un odio cobarde, lleno de miedo, un odio capaz de la bajeza de pintar frente al lecho de una moribunda “viva el cáncerˮ, el mismo odio que en las salas de tortura de la dictadura   escribí­a con la sangre de los torturados “Los vamos a matar a todos, viva Hitlerˮ, un odio, que ni siquiera un viejo luchador me explicó alguna vez, jamás pudo comprender.

Tal vez sea porque se trata de un odio no razonado, no calculado, como el odio de la oligarquí­a, ese odio sí­ es un odio perfectamente trabajado, pensante, se ha construí­do a sí­ mismo para conservar la injusticia de los privilegios, ese pedazo inmenso de la torta que es para muy pocos, ellos saben muy bien que si no conservaran ese odio gélido, de acero, no podrí­an con su conciencia, serí­a demasiada carga para un corazón con un mí­nimo atisbo de bondad la panza hinchada de un niño desnutrido, la mirada desvalida de un viejo con frí­o, situaciones que esos privilegios desmesurados de los que ellos disfrutan, provocan y sostienen.

Entonces, si quieren sobrevivir como clase, saben que deben odiar a los humildes, sacárselos de encima del pensamiento para ponerlos en la lista de gente que sobra, los que solo deben yugar hasta morirse, o en el peor de los casos esperar la muerte con la desesperación de los brazos desocupados, o acelerarla con el veneno del paco villero.

Pero hay otro odio, más rapaz, más vil, más enajenado.

El odio del medio pelo, de ese que accedió a un pequeño lugar en el reparto y defiende con uñas y dientes ese espacio para que no se meta por ninguna hendija esta clase maldita de los “los negros de mierdaˮ.

“Esos, que les gusta vivir en medio de la basura, con olores pestilentes, esos, que están así­ porque son vagos, esos, que tienen hijos como conejos, los mismos que no tienen una cama cómoda, pero se compran celular y tienen antena de televisión en la casillaˮ.

Ese odio que engendró todas esas frases, es el de los peores, el de los eternos alcahuetes de los superiores, los que jamás adherirán a un paro porque “a mí­ los sindicalistas no me dan de comerˮ, los que decí­an y aún dicen “a mí­ en la dictadura militar no me molestó nadie, se podí­a caminar tranquilo por la calle y al que se lo llevaban era por algoˮ, los que despotrican “esas viejas de Plaza de mayo se tendrí­an que haber dedicado a controlar a sus hijos y no andar llorando ahoraˮ, los mismos que se horrorizan con los planes sociales “yo trabajo todo el dí­a y a mí­ no me ayuda nadieˮ.

Todos esos, integrantes del penoso ejército del “sálvese quién puedaˮ y si es pisando la cabeza del de abajo no importa, total “yo lo hago por mis hijosˮ.

Vergonzante especie individualista, que imagina en sus delirios de grandeza barata que si odian a los pobres son como los ricos, que si dicen con tonos amanerados y narices gangosas “yo, nada que ver con los gronchosˮ obtendrán la absolución del dios dinero, el dios poder, el dios dueño de vida y hacienda, y así­ podrán alguna vez sentarse a su mesa, o al menos comer las sobras que les arroje al suelo el poderoso, previo prolijo lamido de pies del señor feudal.

Basura inagotable que en el 55 gritaba a voz en cuello “ahora van a volver a usar zapatillas negros de mierda, quién les dijo que tení­an derecho a usar zapatosˮ, eternos admiradores de Susana Giménez o Mirtha Legrand, dos conspicuas sabedoras de nada y opinadoras de todo, máxime si su opinión agrada al señor dinero, lentejueladas genuflexas que vieron pasar la muerte por todo el territorio del paí­s y no solo hicieron un silencio hipócrita del crimen, también sentaron a su mesa a los ejecutores de la masacre con loas al orden alcanzado.

Prolijos lectores de diarios con prosapia e intereses pero sin principios, deplorables degustadores de migajas como si se tratara de manjares, con talones callosos pero hablando de ropas caras todo el tiempo.

De allí­, de esa cloaca, de ese engendro disfrazado de ciudadano serio, engominado y silencioso, de ese feroz hipócrita nace, ese, el peor odio, el odio capaz de festejar la muerte.

Por suerte, nosotros, los negros de mierda, los que no tenemos pruritos de sobacos entalcados, los que jubilosamente nos metemos en medio de la marea del pueblo, de los que sudan de sol a sol construyendo su esperanza, nosotros, el Pueblo, lo mejor que tiene esta tierra según decí­a ese sabio General, nosotros no acumulamos ese odio, nosotros contamos con la poderosa y definitiva arma del amor, el amor por los demás, el amor capaz de compartir el pan y el vino, el amor que cree que la seguridad social debe ser para los que necesitan y no solo para los que aportan, el amor que tiende la mano al hermano sumergido y no le pisa la cabeza para que se hunda, el amor que nos permitió vencer los capí­tulos mas crueles y oscuros perpetrados en contra de ese amor, el amor que nos permitirá vencer ese odio mediocre, el amor que nos permitirá enjugar las lágrimas de esa joven censista, pero que también nos permitirá perdonar a los mediocres que odian, porque de sobra ya sabemos que devolverles el odio nos convertirá en ellos, y nosotros, Gracias a Dios, no somos ellos, y solo por eso y nada más y nada menos que por eso es que la Patria aún, paso a paso, sigue construyendo su Futuro y su Esperanza.

Nota: El episodio de la censista es real, tanto como la Victoria irreversible del Pueblo Argentino.