La intención del presidente de responsabilizar de la crisis la oposición, induciendo temor a la población por la vuelta al pasado, no tiene el menor asidero cuando se analiza la evolución de los fundamentales de la economía, y suena más a manotazo de ahogado que a una propuesta concreta para tratar de revertir los resultados. En el fondo, la línea discursiva del mandatario choca de frente con la propia creencia del oficialismo de que puede dar vuelta la historia con cambios en la política económica, y lo deja inmerso en el más estrepitoso fracaso.
La falta de lectura de la realidad social es sorprendente. Sin ir más lejos, el mismo electorado que hoy critica es el que le dio un espaldarazo en las elecciones de medio término en 2017, cuando la situación económica tenía nubarrones evidentes, pero todavía el vendaval no arreciaba. Fueron muchos los votantes que le dieron una oportunidad que, por impericia o por mostrar su real interés de favorecer al establishment, el macrismo no aprovechó. No existe más que la racionalidad más elocuente y contundente: el pueblo argentino decidió apostar por un nuevo proyecto que le devuelve la esperanza de volver a encender la economía, y mejorar sus condiciones de vida.
El pésimo resultado electoral de Cambiemos se vincula íntimamente con los cuatro millones de personas que se sumaron a la pobreza en un solo año, con las más de 20.000 pymes que cerraron por la política de ajuste, con los 250.000 puestos de trabajo registrados perdidos, con la estrepitosa caída del salario real o en el salto de más del 400% en el precio del dólar, con una inflación galopante que no se veía hace décadas. Atrás, muy atrás quedaron las promesas de 2015, cuando se le hablaba al electorado de pobreza cero, que la inflación era un problema fácil de resolver o que iban a llover dólares por la confianza de los mercados.
Nadie puede negar que el Gobierno ejerció el poder en estos cuatro años. Implementaron una quita de controles y subsidios, se practicaron reformas y liberaron mercados regulados. Se le pagó a los holdauts que judicializaron sus posiciones y se volvió al mercado internacional de deuda. Cuando se le pidió ayuda al FMI, nos prestó fondos incluso por encima del límite que marca su propio estatuto. El Congreso tampoco fue un escollo para los objetivos del ejecutivo, y con muchos aliados se votaron las leyes más relevantes. Sin embargo, lo que quedó es una economía arrasada, un país fuertemente endeudado y un panorama financiero que es incertidumbre para todo el mundo.
Lo que está sucediendo no es culpa de los votantes ni del próximo gobierno que deberá reconstruir la argentina. Es la exteriorización del fracaso de un modelo económico y, junto a él, de su andamiaje teórico, que está basado fundamentalmente en los preceptos del neoliberalismo económico. La actitud del presidente roza el terrorismo económico: o me votan a mí, o explota la bomba, frente a una opción política opositora que siempre se percató de sostener que, como hicieran otrora, van a asumir los compromisos del país. Por lo tanto, es imperioso que el gobierne respete los lineamientos básicos de la democracia, y asuma con total responsabilidad el manejo y la conducción de la situación económica en que nos ha dejado, respetando los tiempos que manda la Constitución y, según se exprese la voluntad del electorado, nos lleve a una transición de mandato en forma pacífica, ordenada y sin estridencias.