El protocolo de actuación en manifestaciones públicas anunciado por el gobierno nacional representa un retroceso en el control civil de las fuerzas, la construcción de una seguridad democrática y en estándares de Derechos Humanos.
En primer lugar, el tratado en cuestión considera al orden público y, consecuentemente a la libre circulación, por encima de cualquier derecho. Es importante saber que para la amplia mayoría de constitucionalistas, no existe una jerarquía de derechos que se encuentren por encima de otros. Y si tuviéramos que guiarnos el sentido común, tampoco colocaríamos a la circulación de personas o mercancías en la cima de la pirámide de derechos y garantías.
La integridad física, tanto de los manifestantes como de terceros, debería ser considerada como prioritaria para cualquier reglamento de intervención de las fuerzas de seguridad en manifestaciones, como sucedió con el propuesto por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y acompañado por organizaciones de la sociedad civil, plasmado en la resolución 210/2011.
Por otro lado, este nuevo protocolo implica amplias facultades a las fuerzas de seguridad en un retorno al “autogobiernoˮ de otras épocas. En primer lugar, porque el jefe del operativo es el que negocia con los manifestantes, el que decide la intervención y los medios a emplearse, y sólo da parte al juez de turno en caso de haber detenidos. Constituye una discrecionalidad inaceptable. Anteriormente, no sólo se daba intervención a la justicia, sino que quien negociaba con los manifestantes era una persona distinta a la del jefe del operativo.
A su vez, se habilita la detención de manifestantes por “incitación a la violenciaˮ siendo éste un concepto vago que queda a la libre interpretación del jefe del operativo y atenta contra derechos elementales, como sería la libertad ambulatoria. Tamaña arbitrariedad para proceder a la detención de ciudadanos lesiona garantías constitucionales elementales.
Otro hecho de suma gravedad es la censura a los medios de comunicación, quienes muchas veces son garantes de evitar el abuso policial o, en los casos donde éste ocurre, son quienes dan testimonio (recordemos que si no hubiera sido por la valentía de un fotógrafo, hubiéramos creído la versión oficial que daba cuenta de un enfrentamiento entre facciones piqueteras, tras los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki). El hecho de que la policía determine dónde deben ubicarse ˮ“impidiendo que filmen o fotografíen parte del operativo- es un atentado intolerable a la libertad de prensa.
Por otro lado, no se prohíbe taxativamente el uso de armas de fuego, como sí lo hacía el protocolo anterior. Tampoco recoge del protocolo anterior la prohibición del uso de gases, la autorización del empleo de balas de gomas exclusivamente para defender a las fuerzas de una agresión, y jamás como método de dispersión (como lamentablemente vimos en los conflictos de Cresta Roja y la municipalidad de La Plata), y la obligatoriedad de los efectivos de estar identificados. Nada de esto ocurre en la nueva reglamentación.
Las diferencias entre el protocolo del 2011 y el actual son sustanciales. Mientras que uno buscó puntos de acuerdo en la sociedad, haciendo partícipe de la discusión a organismos de Derechos Humanos, organizaciones sociales, actores del Poder Judicial y abogados constitucionalistas, este parte de una imposición de las autoridades, sin ninguna clase de diálogo y de espaldas a la población.
Lamentablemente, este nuevo reglamento configura un paradigma represivo de la seguridad y una criminalización de la protesta social, en un claro retroceso de la vigencia de los Derechos Humanos en la Argentina, que ya cuenta con el rechazo de al menos cinco provincias; organizaciones políticas, sociales y sindicales; organismos defensores de los Derechos Humanos y las libertades civiles. Y siguen las firmas.