*Por José Maestre
Este comentario sobre la serie Santa Evita va a ser autobiográfico porque no hay otra manera de hacerlo y por eso pido disculpas de antemano.
Minutos antes de empezar a verla en casa, previne a mi compañera y mi hijo que podría llorar mientras veíamos los capítulos “¿Por qué?”, me preguntó él. Y le respondí que, gracias a Evita mis dos padres y sus respectivas familias habían tenido un paso instantáneo desde la pobreza a la clase media. Eva había funcionado como un puente para que mis padres, que todavía no se conocían entre sí, accedieran a una casa que sólo podrían haber imaginado en sus sueños.
Lamentablemente, con el correr de los capítulos, noté que la ficción tenía muy poco que ver con esa realidad que me habían contado. De hecho, en pantalla, se daba a entender que Eva había prometido casas a la gente y no les había cumplido. Que hacía esperar por varios días a los más necesitados en la vereda de la fundación que llevaba su nombre pero, después, por una cosa o por otra, no atendía a muchos de ellos.
La Eva de la que me hablaron a mí fue otra. Fue la que recibió a mi abuela paterna, que tenía siete hijos a quienes criaba sola, y la sumó al plan de viviendas de lo que luego sería la Ciudad Evita. Además, contaba mi papá, que estuvo presente ese día, les consiguió un trabajo a él en la empresa Teléfonos del Estado y a su hermana mayor en la Casa de la Moneda. Aclaro, de paso, que mi viejo nunca fue peronista así que, imagino, no debe haber edulcorado en nada su recuerdo.
Mi mamá, por su lado, nunca se cansa de contar su historia. Mi hijo se ríe cada vez que la vuelve a relatar porque la conoce de memoria. Va más o menos así: mi abuela materna, llegada pocos meses antes desde Tucumán con su marido y seis hijos, vivían todos de prestado en un dos ambientes en Ciudadela. Una vecina le avisó que Eva iba a estar en un acto cerca del barrio y entonces mi abuela, con sólo primer grado hecho, escribió en un papel la situación de su familia y que necesitaba desesperadamente una casa. Cuando llegó la primera dama, un cordón policial la separaba de la gente pero esta señora tucumana logró acercarse y filtrarse antes de que la agarraran de un brazo. Eva, viendo esto, pidió que dejen pasar a mi abuela y ésta pudo entregarle en mano el papelito. Una semana después, una trabajadora social visitó la casa donde vivía, apretada, la familia de mi madre. Anotó los talles y números de calzado de todos y al poco tiempo pudieron ir a buscar ropa y zapatos y lo más importante, accedieron a un plan de viviendas en Ciudad Evita. Mi madre siempre recuerda que, cuando entraron por primera vez al chalet californiano que les habían adjudicado, todos sus hermanos corrían, entrando y saliendo de las habitaciones, el jardín y el fondo arbolado porque no podían creer que esa casa era de ellos. Todos fueron a escuelas inauguradas allí, también por el peronismo, y se trataron en centros de salud en la misma Ciudad Evita.
La Evita real, como conté al principio, sacó a mis padres de la pobreza, les cambió la vida y les dio la oportunidad de vivir de otra manera. Con Perón pudieron trabajar, cobrar salarios dignos, aguinaldo y conocer el mar por primera vez. Años después armar una familia y criar a sus dos hijos en un ambiente totalmente diferente en el que habían nacido ellos en San Juan y Tucumán.
La Evita y el Perón de la serie, aunque con buenas actuaciones, siguen un guión que da a entender que eran una pareja más ocupada en una lucha de egos entre sí que en la gente. En la serie, el 17 de octubre pasó sin pena ni gloria y ella tuvo poco o nada que ver en su realización. En la ficción Eva le termina pidiendo al General (alerta spoiler) que por favor no se olvide “de sus grasitas”. Repito: Eva le pide a Juan Perón que no se olvide de los pobres y los trabajadores.
Terminamos los siete capítulos y, lejos de llorar, me quedé con la sensación de que se podría haber hecho la misma serie, con los mismos actores, el mismo presupuesto y la misma difusión pero, basada en hechos reales.
* Militante de La Cámpora