Opinión

¿Qué significa (hoy) El Eternauta?

por La Cámpora
29 ago 2012
*Por  José Pablo Feinmann La derecha ignorante y torpe que pretende gobernar en la Argentina ha cometido otro de sus grandes desatinos. Más grave que el del policí­a Palacios con el que pretendí­a cuidar nuestra seguridad. Más grave que la designación del desdichado y resentido Abel Posse, lleno de odio hacia los jóvenes. No, este error ofende profundamente a nuestra cultura y a la concepción de la defensa de la vida en la Argentina. Aclaremos: ¿por qué El Eternauta es el sí­mbolo de los nuevos jóvenes y también de los veteranos como el que escribe esta nota? Oesterheld nace en 1919. Fue el maestro de nuestra generación. De la generación que creció durante los años cincuenta. Hizo las mejores historietas (o literatura dibujada, como exactamente definió ese arte Oscar Masotta) de esos años. Primero en la revista Misterix, luego en Hora Cero y Frontera. Sé que esto no significa nada para el polí­tico joven, tan joven que lo desconoce todo, que gobierna la “cultaˮ ciudad de Buenos Aires, que lo ha preferido dos veces contra un verdadero, auténtico intelectual como lo es Daniel Filmus. Pero eso ya está. Ahora tenemos al pibe, al hijo de un sólido hombre de negocios que ha acumulado una fortuna tan enorme que puede imponerlo todo o casi todo (aunque, según creo, no se siente muy orgulloso de su vástago, de su eterno recién venido al mundo, que ni hablar sabe, ya que tienen que soplarle al oí­do lo que debe decir). Detengámonos en este aspecto (no lateral) de la personalidad del joven Macri: a él le soplan al oí­do porque ignora el ABC del arte de la polí­tica. Simplemente estaba más cómodo en las farras de los noventa que en la densidad histórica de la América latina del siglo XXI. Como a él le tienen que “soplarˮ, supone que a los jóvenes de La Cámpora o del Movimiento Evita y otras agrupaciones también “les soplanˮ. Les soplan los perversos que quieren hacer de ellos otra cosa de lo que deberí­an ser. Y ellos (al ser ya eso que no “deberí­an serˮ, al haber sido sometidos por el Mal) les “soplanˮ a los otros niños lo que a ellos les soplaron, tratan de convertirlos en lo que ellos son, tratan de infiltrarse en sus mentes. La palabra infiltración es la palabra fundante de la derecha, sobre todo en el campo de la educación. Cuando mataron (en 1976) a los curas palotinos de la iglesia de San Patricio, los carniceros escribieron en las paredes: “Esto les pasa por envenenar las mentes de nuestros jóvenesˮ. Uno se pregunta: ¿no harí­an lo mismo si pudieran? Posiblemente: la derecha es tan cruel como cada coyuntura se lo permite. Ya habrá algún organismo que tiene bien anotados en un fichero infame los nombres de los que tratan (hoy) de robarles lo que “esencialmenteˮ les pertenece: la Patria, que es “la casaˮ. Y si algo quieren es eso: que no les tomen la casa. Veamos: tratemos de que el pibe entienda. Oesterheld (salvando las terribles barreras ideológicas) fue, para mi generación, nuestro Walt Disney. Sólo que no era macartista, ni la jugaba para el lado del imperio. Pero fue alguien que deslumbró, que iluminó nuestra imaginación, que la disparó hacia lo infinito. Hoy, todaví­a, yo podrí­a dibujarle al pibe un Sargento Kirk en menos de cuatro minutos. Me inscribí­ en una Escuela de Dibujo, a los seis o siete años, para poder hacerlo. También podrí­a dibujarle un Pato Donald, porque también lo amé de niño, y a Mickey (menos) y al Super Ratón: muchí­simo. (Le puedo dibujar un Súper Ratón en tres minutos. Cuando quiera se lo hago. Así­ se entretiene con héroes que le seguirán gustando, ya que puede entender sus adorables andanzas, no las de Juan Salvo. No se preocupe: a mí­ también me gustan, ya que nunca dejaré de ser un niño.) Pero (además de serlo) crecí­, sufrí­, me hice hombre y nunca olvido, sobre todo, a Juan Salvo y sus compañeros. Primero me enamoré del Sargento Kirk, un desertor del Séptimo de Caballerí­a que tomaba una decisión que marcarí­a su vida: elegí­a estar con los indios y no con su ejército. Elegí­a estar del lado de los indios. Vea, eso nos enseñó Oesterheld: a estar del lado de los indios, de los que siempre pierden, de los desplazados, de los masacrados, de las ví­ctimas. Max Horkheimer decí­a: “Sólo una historia merece ser escrita: una que siempre mire desde el lado de las ví­ctimasˮ. (Otro dí­a le explico quién fue Max Horkheimer. ¡No le voy a hablar de la Escuela de Frankfurt cuando está en juego la vida del Eternauta!) Hacia fines de los cincuenta (vea, fue el 4 de septiembre de 1957), en Hora Cero, aparece El Eternauta. La historieta era más que novedosa. Ante todo, sucedí­a en nuestro paí­s, en Buenos Aires. Por esos años estábamos también subyugados por las revistas mexicanas. Que copiaban a las de EE.UU. y traí­an a los personajes de los dibujos animados. Pero esto era distinto, otra cosa. Era una historieta “para grandesˮ. Oesterheld ya nos sentí­a crecidos. Y nos largaba El Eternauta para que entendiéramos las asperezas de la vida. Juan Salvo (el argumento se sabe) juega al truco con sus amigos en la buhardilla de su casa. Empieza a nevar. Esa nevada mata. En 1982, en SuperHumor, escribí­ una nota que se llamaba “La nieve de la muerte cae para todosˮ. Ya identificaba a la nevada asesina con la dictadura de Videla. En 1981, en Medios y Comunicación, Juan Sasturain habí­a publicado su memorable Carta al Sargento Kirk. Cuando le habla de Oesterheld, el viejo, le dice que le fue mal. Que siguió siempre eligiendo a los indios. Pero “perdió amigos, el buen nombre en las editoriales, cuatro hijas. No es mucho en un paí­s lleno de sangre; es demasiado para un hombre soloˮ. A partir de 1975 (le aclaro, pibe, para que vea qué difí­cil es todo), no estuve de acuerdo con los indios a los que se unió Oesterheld. Me fui con otros. Pero el Gran Cacique se habí­a muerto y la confusión era muy grande. Entre otros motivos, porque el Gran Cacique también se habí­a equivocado, y mucho. Decí­an que estaba enfermo. Pero su enfermedad tení­a una sintomatologí­a que siempre lo llevaba a cagarnos a nosotros, los indios jóvenes que lo habí­an traí­do al paí­s. No sé si hay sí­ntomas de izquierda o de derecha, pero le aseguro que los del viejo eran de derecha. Y que nos jodió fiero. Sin embargo, Oesterheld siguió con otros pequeños caciques de una pequeña tribu a la que ya no seguí­an las grandes mayorí­as de las grandes tribus que el Gran Caudillo, al menos, habí­a sabido convocar. En fin, ésta es una cuestión interna. A usted le interesa otra. Que no les arruinen la mente a sus pibes, ahí­, en las escuelas. Le cuento un poco más. Sasturain termina su Carta a Kirk de un modo positivo y ( ¡ya lo creo!) corajudo para los años que corrí­an: lo invita a volver a luchar. “Supongamos (...) que hay algo urgente por hacer y con sentido: salvar a la muchacha, defender a los indios o cualquier otra causa abierta. En eso estamos.ˮ La nieve que empieza a caer en marzo de 1976 cae para todos y a todos mata. No pregunta, asesina. No hay justicia. Ni para los indios que eligieron pequeños caciques que se fueron a pelear desde la distancia, una gran, gran distancia protectora. Ni para los indios que murieron en insensatas contraofensivas que los soldados de la caballerí­a enemiga, racista y criminal exterminó de la peor manera. Ni para los indios que no tení­amos caciques, pero tampoco paz. Porque estábamos en el paí­s de la muerte. Ese paí­s era el de nueva nevada. Todos los que la nieve mataba eran inocentes. Porque la nieve asesina no preguntaba, no tení­a ni respetaba leyes; culpables eran todos. Mataba sin juicio previo. Sin fiscales ni defensores. Y los indios que caí­an no regresaban jamás. Sus familias pedí­an por ellos y nada. No habí­a un cuerpo sobre el que llorar. Una tumba donde ofrecerle reposo y llorarlo y hasta rezarle o hablarle, locamente hablarle. Así­ se fue Oesterheld. Se lo llevaron, lo desaparecieron. Y a sus cuatro hijas: Beatriz (19 años), Diana (24), Estela (25) y Marina (18). En cautiverio, se dice (y seguramente es cierto: aunque, ¿puede usted concebir un sadismo tan exasperado, pibe, cree que algo de esto yace en cualquier mensaje que provenga de El Eternauta o del Nestornauta que tan obsedido lo tiene?), le mostraron, con macabra prolijidad, las fotos de los cadáveres de sus cuatro hijas. ¿Cuánto tiene que sufrir un hombre? ¿Cómo la bestialidad humana, el asqueante sadismo, el placer por el dolor del otro, pueden llegar a atrocidades tan inconcebibles? Acláreme ese punto, por favor. Nuestra generación amó a Héctor Oesterheld y se crió leyendo sus excepcionales historias, su literatura dibujada. Ahora, mañana mismo, voy a seguir dando un curso que trata sobre la literatura en tanto compromiso polí­tico. Los grandes autores que he elegido son: Borges, Walsh y Oesterheld. Creo que es la primera vez que Héctor Germán está ubicado donde merece: entre los más grandes escritores de nuestro paí­s. El Eternauta es, para nosotros, el sí­mbolo del héroe que lucha junto con sus amigos contra la Muerte. Luego conocimos esa Muerte. La padecimos. Perdimos amigos. Familiares, muchos se fueron. O fuera del paí­s o arrojados vivos al Rí­o de la Plata, cuyas aguas, desde entonces, son sí­mbolo de la muerte. Los hijos de nuestra generación encontraron ˮ“por finˮ“ un polí­tico que les pareció primero confiable, luego querido y después se les murió. Ese polí­tico ˮ“en un 25 de mayo de 2005ˮ“ dio un discurso y la televisión lo tomó en primer plano y detrás de él estaba... ¡la madre del Eternauta! ¿Puede creerlo, pibe? Estaba Elsa Sánchez de Oesterheld, que lloró a su marido (al que culpó durante mucho tiempo y al que luego entendió y hoy ha vuelto a amarlo), que lloró a sus cuatro hijas, a un yerno y a un nieto. Estaba porque ese polí­tico sabí­a quién era. Nadie, ningún periodista, al dí­a siguiente, sacó una nota sobre el hecho. No reconocieron a Elsa. Yo sí­, y seguramente otros también. Pero ˮ“para alegrí­a de Elsa, que tanto necesita alegrí­a y vida y afecto, en fin: que la amenˮ“ publiqué al dí­a siguiente, en este diario por supuesto, una contratapa que se llamaba: Elsa en el palco del 25. Vea, pibe, si de ahí­, al menos inconscientemente hubiera surgido un empujón, aunque pequeño, que llevara ˮ“con justiciaˮ“ a identificar a ese polí­tico (usted sabe: a Néstor Kirchner, que también se les murió a los jóvenes que tanto lo lloraron) con El Eternauta estarí­a tan orgulloso que el corazón me golpearí­a el pecho como un caballo desbocado. ( ¿Sabe la fuerza, la potencia de un caballo desbocado? Pregúnteles a sus amigos de la Sociedad Rural, que tanto bendijo el golpe que nos llevó a Oesterheld.) En fin, para resumir y que usted (y quienes lo rodean o, absurdamente, creen que usted puede gobernar si no le soplan) entiendan algo: El Eternauta fue el sí­mbolo de mi generación, de esa “generación diezmadaˮ que Kirchner mencionó en su primer discurso, y los jóvenes de hoy lo saben y han decidido que también sea el de ellos; el sí­mbolo, ¿no? El sí­mbolo de la lucha por un paí­s más justo, más libre, más democrático, que respete de una vez para siempre a todos los indios, a todos los morochos y a toda la buena gente. Ese es el mensaje. Eso significa el tan temido (por usted y sus consejeros: porque usted, y disculpe, sin consejeros: nada) Nestornauta. Nada mejor que ese mensaje de vida y de respeto por el otro. Y de amor por la polí­tica como medio de transformar un mundo a todas luces injusto, el mundo que usted representa, y de transformarlo sin violencia (porque la lección se aprendió: con la violencia se pierde porque es el arma más poderosa de los soldados y tienen muchas y tienen una crueldad y un desdén por la vida que nadie de los de este lado podrá tener jamás) y con respeto por los otros y por la igualdad, por la justicia, por el mundo de los héroes anónimos pero unidos, por los héroes como El Eternauta. Ojalá estas lí­neas sirvan para que usted comprenda a los jóvenes de hoy, que no son los que están de su lado. Aunque, tal vez, hasta ellos entiendan y se vengan para aquí­, para el lado de los indios, de los hijos de las ví­ctimas. De Oesterheld. En Página 12