Política

El fin de las leyes de impunidad

Voluntad política arrolladora

Obediencia debida y punto final 1521531

El 21 de agosto de 2003 el Senado anuló las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que impedían el juzgamiento a los responsables de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar. Este aniversario nos permite recordar el rol que tuvieron Néstor y Cristina en las políticas de Memoria, Verdad y Justicia de nuestro país, pero también pensar en la importancia de contar con dirigentes que tomen decisiones en función de sus convicciones y no por presiones de los grupos de poder.

por Nicolás Rappeti *
21 ago 2024

El 21 de agosto de 2003 el Senado de la Nación convirtió en ley la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que impedían el juzgamiento a los responsables de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar. Este aniversario nos permite recordar el rol que tuvieron Néstor y Cristina en las políticas de Memoria, Verdad y Justicia de nuestro país, pero también pensar, al calor de las discusiones actuales en Congreso (la visita a los genocidas, el uso de las FFAA en seguridad interior e inteligencia) en la importancia de contar con dirigentes que, más allá del sector político al que pertenezcan, tomen decisiones en función de sus convicciones y no por presiones de los grupos de poder.


“Siempre me pregunto qué hubiera hecho yo si uno de mis hijos hubiera desaparecido. Creo que sería bueno que todas las mujeres se lo pregunten […] qué dirían si algunos de sus hijos fueran desaparecidos y no pudieran saber dónde están, ni tuvieran un lugar donde ir a ponerles una flor […]. Por eso, quiero felicitar a las organizaciones de derechos humanos, por el ejemplo de tolerancia y de civismo que nos han dado a todos los argentinos”.


Con este discurso, la entonces jefa de la bancada peronista en el Senado, Cristina Fernández de Kirchner, cerraba las intervenciones y daba paso a la votación que convertiría ley el proyecto que declaraba nulas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, permitiendo la reactivación inmediata de cientos de causas en todo el país, un proceso que se sostuvo ininterrumpidamente hasta el día de hoy y que llevó a condenar a más de 1200 genocidas en todo el país.

El presidente Raúl Alfonsín había tomado la histórica decisión de juzgar a las Juntas, bajo un paradigma similar al de los juicios de Núremberg con los nazis: se debía acusar a los máximos responsables de las tres juntas militares. Desde el principio, la idea central era que estuvieran eximidos aquellos que habían “cumplido órdenes”. Esa decisión fue acompañada por la fiscalía, que utilizó como estrategia los casos más paradigmáticos, para demostrar la sistematicidad del plan.


El juicio se realizó inmediatamente después de recuperada la democracia; el Ejército aún estaba integrado por aquellas personas que habían cometido los peores delitos de los que es capaz un ser humano. La sentencia, sin embargo, además de condenar a los máximos responsables, ordenaba continuar con las investigaciones para identificar (y perseguir penalmente) a los autores materiales de los crímenes que habían sido investigados. Detrás de la consigna “Juicio y castigo a todos los culpables”, los organismos de Derechos Humanos intensificaban su estrategia para motorizar las causas, que llegaron a ser miles en todo el país. Esto generó tensiones entre las Fuerzas Armadas y el gobierno, que incluyeron atentados fallidos, levantamientos y desacatos en varias provincias del país. El gobierno de Alfonsín anunciaba entonces el envío al Congreso de una ley cuyo texto decía:


“Se extinguirá la acción penal respecto de toda persona por su presunta participación en cualquier grado [...] que no estuviere prófugo o declarado en rebeldía, o que no haya sido ordenada su citación a prestar declaración indagatoria por tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley”.


Esta ley, conocida como Punto Final, fijaba un plazo de dos meses para enjuiciar a los represores. Pero su efecto inmediato fue el contrario: generó un aluvión de presentaciones judiciales. Algunos juzgados incluso trabajaron durante la feria para recibir denuncias. En un par de meses, el número de imputados llegó a multiplicarse por veinte. En ese contexto, las tensiones con las FFAA aumentaron, incluyendo nuevamente levantamientos y amenazas al orden democrático. El gobierno decidió entonces ir por una segunda ley que clausurara definitivamente el proceso de justicia, a través de la noción de Obediencia Debida, que exculpaba a la inmensa mayoría de los represores:


“Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de Seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos [...] por haber obrado en virtud de obediencia debida”.


Los asesinos más sanguinarios como Miguel Etchecolatz, Julio Simón, el Tigre Acosta, Alfredo Astiz, entre otros cientos en todo el país, se verían así beneficiados por la ley propuesta por el Ejecutivo. Durante las tres semanas que duró el debate parlamentario, las presiones de las Fuerzas Armadas se tornaron cada vez más explícitas. Finalmente, la ley se aprobó.

Estas leyes lograron su cometido: paralizaron las causas judiciales en todo el país, con la excepción de aquellas vinculadas con el delito de apropiación de menores. Se abría una etapa en la que los represores caminaban libres por las calles, iban a los sets de televisión donde contaban alegremente su mirada, a veces contrastada con la de algún familiar de una víctima o un sobreviviente.


El gobierno de Carlos Menem también sostuvo una fuerte política de impunidad, en el marco de la teoría de los dos demonios. Sin embargo, algunos analistas le atribuyen como logro la total desarticulación del Partido Militar como factor de poder, con la capacidad de desestabilizar a nuestra democracia, como había sucedido ininterrumpidamente hasta el momento. La lucha del movimiento de Derechos Humanos por Memoria, Verdad y Justicia mantenía vigente durante todos esos años la demanda de justicia, recorriendo caminos alternativos como el enjuiciamiento en el exterior o la realización de los llamados Juicios por la Verdad.

Desde el comienzo de su gobierno, Néstor Kirchner se pronunció a favor de la reapertura de los juicios y ordenó, entre otras acciones, motorizar los proyectos que había en el Congreso para anular las leyes de impunidad. El proyecto que finalmente fue aprobado en Diputados surgió del consenso entre una decena de bloques: Partido Justicialista, ARI, Izquierda Unida, Socialismo, Frente Grande entre otros. Los radicales aceptaron, aunque advirtieron que votarían por la abstención, pese a que Alfonsín había publicado una carta respaldando el proyecto. 


Muchos de los argumentos de quienes no apoyaron el proyecto aludían a cuestiones técnicas, a amenazas al orden jurídico e institucional o a un supuesto uso político de los juicios por parte del oficialismo. La diputada Elisa Carrió discutió los argumentos jurídicos de aquellos que sostenían que el Congreso no podía anular una norma. “Nadie va a poder borrar esta declaración histórica. Y no sé si dentro de veinte años todos podrán decir que no se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Mientras no haya verdad, justicia y condena, no va haber paz; así se construye la paz”, dijo entonces. Luego le agradeció a Néstor “por haber tenido la energía y la decisión de poner las cosas en su lugar”.


Cerca de la medianoche se declararon “insanablemente nulas” las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Una semana después llegó el turno en el Senado, donde algunos radicales finalmente votaron la anulación. En la madrugada del 20 de agosto de 2003, con cuarenta y tres votos a favor, siete en contra y una abstención, el Senado aprobó la nulidad. La decisión política del nuevo gobierno lo había hecho posible, motorizado por los organismos de derechos humanos, los familiares de víctimas y los sobrevivientes, que jamás se habían rendido en su lucha contra la impunidad. Pocos meses después, en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Néstor reivindicó al movimiento de Derechos Humanos y se reivindicó como hijo de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.


Lo que siguió es conocido: una decisión clara y definida, desde las máximas autoridades del Estado, de convertir las reivindicaciones de los organismos en política de Estado, acompañadas de la interpretación del terrorismo de Estado como fenómeno que respondió principalmente a causas políticas y económicas.


Luego de los juicios de Núremberg, en Alemania hubo varios años de impunidad. El proceso de justicia fue errático y lleno lagunas, amnistías y olvido. Nunca llegó a ser sistemático ni estructural. El nivel de penetración que tuvo el nazismo en la sociedad es parte de la explicación, desde ya. Pero además, no existió un movimiento de Derechos Humanos, ni un sector político, ni líderes populares que hayan impulsado como aquí la política de Estado en todos sus niveles. Es por esto que la experiencia argentina es única en el mundo. Un camino que (hasta ahora) nadie pudo frenar definitivamente. En el año 2015, cuando se trataba de votar un proyecto de ley propuesto por nuestro bloque, que explicitaba la prohibición de indultar o conmutar penas en caso de delitos de lesa humanidad, algunos diputados del PRO decían compartían su espíritu pero que era técnicamente redundante, por lo que se abstuvieron. Y luego vino el intento de 2x1, interrumpido por la inmensa reacción popular.


En estos días se están dando algunas discusiones en el Congreso Nacional que tornan muy útil repasar aquellos sucesos. Por un lado, la clara decisión por parte del gobierno de Javier Milei de resucitar al Partido Militar (que tanto costó desactivar), para poder utilizar a las Fuerzas Armadas en temas de seguridad interior, pero también los debates alrededor de las visitas a los genocidas, en el que muchos de los argumentos esgrimidos por quienes se oponen a votar una sanción a los y las diputadas que se fotografiaron con los genocidas recuerdan a aquellos de quienes decían, para no votar la nulidad, que “el Congreso no anula leyes”.


Estas posiciones esconden, detrás de supuestos tecnicismos, la falta de coraje para poner el límite que requiere el momento histórico que estamos viviendo. En este aniversario de la anulación de las leyes de impunidad, repasar nuestra historia nos puede servir para reafirmar la necesidad de contar con representantes del pueblo que actúen sin especulaciones ni se enreden en tecnicismos, que se muevan por sus convicciones y con una voluntad política arrolladora, que no permita dar marcha atrás en este largo camino que nuestro país comenzó en los ochenta con el Juicio a las Juntas.



* Militante de La Cámpora.