Por Mario Rapoport
La crisis económica mundial que se inició en 1929 afectó fuertemente a Latinoamérica. En la mayoría de los países de la región su impacto se reflejó, como en Brasil, en la constitución de nuevos bloques de poder que reemplazaron a las oligarquías hasta entonces predominantes.
Sin embargo, aquí el proceso político siguió cauces distintos. Se produjo el derrocamiento de Yrigoyen y el retorno de las viejas élites que gobernaron hasta 1916. No hubo cambios o reformas sociales como en otros lados, pero el régimen conservador, de ideología liberal en lo económico, debió abandonar muchas de sus ideas y utilizar herramientas nuevas e impensadas de política económica para amortiguar los efectos de la crisis.
El primer impacto se produjo, lógicamente, en el sector externo. La balanza de pagos de 1930 fue netamente deficitaria. Entre 1929 y 1930 las exportaciones disminuyeron un 36% mientras que las importaciones se contrajeron sólo en un 24%. Esto se debió a la mayor inelasticidad del coeficiente de importaciones, que dependía principalmente, en un país de escasa industrialización, de la demanda interna de artículos de consumo.
El valor de los productos agropecuarios, en especial del trigo, bajó drásticamente, agravando la situación. A fines de 1931, los precios de los cereales y el lino habían caído, en promedio, a cerca de la mitad del nivel existente antes de la crisis. Urgía resolver la situación y el gobierno lo iba a hacer echando por la borda la experiencia de 50 años de política económica de corte liberal, predominante desde que se implantó el modelo agroexportador en la década de 1880.
El intervencionismo de Estado en la Argentina no se debió a la iniciativa de “gobiernos populistas presionados por sus ˮ˜basesˮ™, sino a la acción de las viejas élites liberales que procuraron de ese modo salvaguardar un sistema económico en el que se hallaban especialmente involucrados sus propios intereses. La participación del Estado de la vida económica del país comenzó allí su irresistible ascenso.
La primera medida importante, que se tomó en octubre de 1931 con el fin de atenuar el desequilibrio del comercio exterior y la fuga de divisas, fue la implantación del control de cambios. El mecanismo elegido consistió en la creación de una comisión de control de cambios que tenía por objetivo fijar periódicamente el valor de las divisas y asegurar el pago de las obligaciones financieras externas.
Esto se garantizaba mediante un sistema de función de una lista de prioridades en donde figuraba, en primer término, el pago de la deuda externa y luego el de las importaciones imprescindibles (materias primas para las industrias nacionales, combustibles, bienes de consumo indispensables). En 1933, para flexibilizar el sistema se ajustaron algunas de sus disposiciones y en especial se creó un doble mercado de cambios ˮ“oficial y libreˮ“ de forma tal que ya no se limitaban las importaciones, aunque aquellas que no figuraban en la lista de prioridades debían soportar un tipo de cambio mucho más elevado que el oficial.
El esquema de funcionamiento era muy simple. Los exportadores estaban obligados a vender sus divisas a la comisión a un tipo oficial de compra mientras que los importadores y aquellos que necesitaban efectuar pagos en el exterior debían para adquirirlas obtener permisos previos de la comisión, fijándose diariamente el tipo vendedor de licitación por los poseedores de permisos.
Una sustancial devaluación del peso, que permitió mejorar los ingresos de los exportadores, y la creación de un margen fijo de cambios entre el tipo vendedor y el comprador, complementaron aquellas medidas y posibilitaron una paulatina recuperación del sector externo. De un déficit de 368 millones de pesos en 1930, la balanza comercial pasó a exhibir un superávit de 427 millones en 1936, en tanto que los movimientos de capital se volvieron también positivos y el nivel de reservas experimentó una saludable alza.
El incremento del 10% que se fijó en los aranceles aduaneros acentuó el efecto proteccionista que de hecho tenían las disposiciones cambiarias. En cambio, ese efecto resultó amortiguado por las tan criticadas cláusulas del pacto Roca-Runciman, que establecían una política discriminatoria en favor de las empresas y exportadores ingleses. Tuviera o no esa finalidad, el fuerte proceso de industrialización por sustitución de importaciones que vivió el país en forma más bien espontánea por aquellos años, se debió en gran parte a la política adoptada por los gobiernos conservadores en el sector externo.
Pero la intervención del Estado en la economía no se limitó a la adopción del control de cambios. A partir de 1931 comenzaron a crearse, con el fin de evitar una mayor caída de la actividad interna que se manifestaba en la baja de los niveles de ingreso y ocupación, diversas comisiones asesoras y juntas destinadas a encarar medidas para proteger los intereses de los distintos sectores productivos: cerealero, de la carne, del azúcar, del vino, textil, etcétera.
Las principales fueron la Junta Reguladora de Granos y la Junta Nacional de Carnes. En total, entre 1930 y 1940 se crearon 21 organismos autónomos y 25 sin autonomía, entre ellos la Comisión Nacional de Fomento Industrial y la Junta Nacional para Combatir la Desocupación. El propósito de estos organismos puede ser ejemplificado por la acción de la Junta Reguladora de Granos, que compraba los cereales a los productores a precios “básicosˮ y los vendía luego a los exportadores. La idea era proteger a aquellos de la caída de los precios internacionales, absorbiendo las posibles pérdidas que pudieran tener.
La creación del Impuesto a los Réditos, necesidad imperiosa ya que los ingresos fiscales dependían sobre todo de los menguados derechos aduaneros, y la del Banco Central, que regularizaba y centralizaba el hasta entonces disperso sistema financiero, fueron pasos que marcaron la febril actividad intervencionista del Estado en la década de 1930. Cierto es que el “climaˮ internacional ayudaba a adoptar estas decisiones gracias al ejemplo del New Deal en los Estados Unidos y a la aplicación de medidas proteccionistas en los principales países europeos, que contaban con el respaldo teórico de las nuevas ideas keynesianas.
Sin embargo, la clase dirigente consideraba todavía que con el fin de la gran depresión el país podría volver a un esquema agroexportador y los mercados autorregularse, abandonando el Estado su carácter intervencionista. La ausencia de un verdadero sistema democrático ˮ“el régimen conservador había surgido gracias a un golpe de Estado y se había mantenido mediante métodos represivos y el fraude electoralˮ“ impedía, en verdad, un debate a fondo sobre la verdadera naturaleza de los cambios en las políticas económicas y sociales. El peronismo, con el apoyo popular, se propondría encarar estas cuestiones.
Mario Rapoport | Economista e historiador - Investigador Superior del Conicet.