Política

Viva la queremos

Aquel abril de 2002 ni Susana Trimarco, ni Marita Verón, ni su hija, ni sus amigos y familiares se imaginaban cómo la vida les iba a cambiar. Que de allí­ en adelante todo serí­a peor. Marita, tucumana, con 23 años y una hijita de tres, fue secuestrada, y hasta hoy no se sabe si está viva o dónde está su cuerpo.
por La Cámpora
3 abr 2019
Lo que se sabe es que, aún hoy, es ví­ctima de una red de explotación sexual que funciona en las provincias del norte argentino -se sabe a pesar de la policí­a y del Poder Judicial, a pesar de las amenazas y los aprietes; a pesar de los silencios y las complicidades.   Sabemos que Marita es ví­ctima de la trata de personas porque Susana, su madre, no solo fue la impulsora de la causa, sino que se encargó de investigar, de rescatar a otras que, como su hija, eran explotadas y vejadas; se encargó de denunciar con nombre y apellido a los responsables de esos delitos, de exponer a la luz del dí­a y en los medios de comunicación que las redes de trata son una realidad que ya nadie puede ignorar en nuestro paí­s. En ese camino se conocieron más redes de explotación, más denuncias y más ví­ctimas.  En esos años la sociedad empezó a dejar de mirar para otro lado. Quince años le llevó a la Justicia condenar a los culpables de la tragedia de Marita Verón. Y dos años más para que se ordenara que esos condenados fueran efectivamente a la cárcel. Durante ese tiempo se conocieron probables retazos de esa vida a la que la sometieron: que fue vista en una ruta, que la drogaban, que tuvo un hijo con uno de los secuestradores, que la mantení­an inmovilizada o que tení­a el pelo rubio y los ojos claros. Durante esos años supimos que hay jueces tienden más a proteger a los culpables que a investigar, que hay jueces que no creen en los testimonios de las pocas mujeres que pudieron escapar del espanto. Jueces que permiten las amenazas en sus tribunales y hacen alarde de su familiaridad con los delincuentes. Y también supimos de ví­ctimas que, al ser llevadas frente a un tribunal para contar la tragedia que vivieron, no lograron romper el silencio que las invadió al reconocer a uno de los jueces como un cliente habitual del prostí­bulo en el que habí­an estado prisioneras. En esos largos, larguí­simos años, entendimos que cada uno y cada una es parte fundamental de la lucha contra la trata y la explotación sexual, y que la indiferencia ante un aviso clasificado disimulado, ante un papelito pegado en un tacho de basura, ante un tugurio sospechoso a la vera de una ruta, solo prolonga el sufrimiento de miles de mujeres. Aprendimos, en todo este tiempo también, que la desesperación impulsa a llevar adelante lo que parece imposible, pero que es el amor el que sostiene y cobija. Eso es lo que vemos en cada mujer que reinventa su vida después del horror, en los ojos de todas las Micaela que no tienen a su mamá, en los abrazos que acompañan a hacer una denuncia y en las miles de niñas y mujeres que pelean en defensa de los derechos de todas y que no se callan más.
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